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domingo, 26 de agosto de 2012

José Antonio Abreu, entretelones... El OGRO filantrópico

Este artículo de Rafael Rivero fue publicado en la revista Exceso en marzo de 1994. Después de las imágenes podrán ver la transcripción completa del artículo.







José Antonio Abreu, entretelones
El OGRO filantrópico

Por: Rafael Rivero

El hombre orquesta, el que apacigua los fuegos, el que tiene oídos prodigiosos para afinar un proyecto musical de proporciones internacionales y una voluntad acerada que le granjea los elogios del ghetto intelectual -ensalzadas sus épicas conquistas en el otrora empobrecido mundillo de la cultura-, José Antonio Abreu desfila invicto –único sobreviviente del naufragado régimen anterior- sobre cada titular de prensa, y su prestigio como demiurgo de un boom de las artes es tal que puso a dudar a los mandamases de turno a la hora de buscarle un digno sucedáneo. Pero esa rutilancia observa, según últimas partituras, menos eufonía. Notas discordantes.

Ni scherzos, ni allegretos, ni staccatos, el último movimiento existencial de José Antonio Abreu ha sido una especie de réquiem, desafinado, además. Un lánguido y desacompasado tormento para sus privilegiados oídos. Mala racha. De hiperkinético e incansable trabajador deviene criatura lánguida y empobrecida. Se abre el telón y aparece atrapado en una telaraña depresiva. El ministro está triste, ¿qué tendrá el ministro?, canturrean en los corrillos del Teresa Carreño sus subalternos a la hora del café.

Pero más vale decir que no se trata de un mero capricho de genio temperamental su evidente transfiguración, no, causas hay para justificarlas. Sobre la punta del iceberg de su desazón está enseñoreada la polémica desatada sotto voce en torno a su ratificación en el cargo cúspide de su inflamada trayectoria. Después de laboriosos años al frente del Conac –sorteando el calvario de una mala digestión, vísceras operadas, y el incómodo estigma de antiguo ministro perecista, con la vejez al alcance de la mano y sin hijos ni compromisos ni compañera conocida-, la blanquinegra confrontación entre las trincheras que han tomado partido -o admiran su ambiciosa gestión de promotor, emulada a duras penas en los países andinos, y lo tildan de coloso o lo consideran un individuo de intenciones maquiavélicas, amigo del aplauso cueste lo que cueste, y piden su cabeza- le ha afectado sobremanera, a pesar de que sale, a las claras, bien librado.

Más, sin duda, océano adentro, debajo del coro de palabras cruzadas e insoportablemente elevadas sin criterio unánime, lo que más lo desconcierta, la guinda que clava impía el puntillazo sobre su orgulloso talante, es una historia de sangre, cercana y truculenta, que ha venido a completar la sinfonía funesta que –amenazante-, bordea sus más rehuidos temores: la imagen pública negativa y los públicos escándalos. Temor, cabe decir, de vieja data. Y que lo diga su jefa de publicidad en el Conac: “Sí, él es obsesivo en lo que a los medios se refiere”, reconoce Ernestina Herrera: “muy capaz de llamarme a las tres de la mañana por un simple detalle de una gacetilla informativa, y yo creo que lee los periódicos de madrugada, esculcando la información cultural. La verdad es que no entiendo por qué le importa tanto la prensa”.

Pero su fascinación mediática parece un arcano indescifrable –quizás para los que no han leído La hoguera de las vanidades-, de lo que no cabe duda es que la gestión del último presidente del Conac quedará oscurecida por ese sui generis horror vacuis informativo, que si ladran los perros se angustia y si callan, también. Incluso, a la final, no sería descabellado proponer que su categoría de mejor hombre de la cultura desde Páez hasta estos días -según la hipérbole cabrujiana- se sustenta -en cierta medida- sobre un preventivo trabajo de autopromoción; de pasos de león en lares redaccionales que atenúan, acicalan, se dejan ganar. “Abreu es, en realidad, un funcionario de papel periódico”, aventura a medias un periodista de la fuente de artes y espectáculos: optó por guardarse de suscribir su opinión. “Méritos aparte, resulta desagradable descubrir cómo ha manipulado la información: yo creo, sin exagerar, que podrían contarse en kilómetros por columna los titulares que hablan maravillas de su gestión”. Más, por otro lado, hay quien sostiene una tesis simétrica, pero enarbolando como argumento el trágico fin del chofer del presidente del Conac. El asunto que lo trae cabizbajo y sobre el cual se tendió un cerco de susurros y cuchicheos que atajaron la difusión periodística.

Ocurriría, según gente entrada en detalles, que aquél que mal murió era su mano derecha y lo acompañaba a todas partes, incluso a giras en que un conductor de automóviles era prescindible, encargándose entonces de asuntos tales como el ajuar de su jefe, o de llevar la relación de las tarjetas de crédito. Casado y con un hijo de corta edad, al parecer y según larguezas lingüísticas del mundillo cultural, desde hacía buen tiempo su esposa, intérprete de una confusa cruzada conyugal, comenzó a resentir aquella incapacidad de su marido para no dejarse absorber por la celebérrima batuta. La madrugada del 25 de diciembre pasado, luego de una enardecida discusión, el drama llega al clímax de tragedia griega: la océlica señora saca un revólver y dispara a la frente de su marido y, acto seguido, procede al suicidio. Por aquello de la imagen, el suceso no trascendió sino tan sólo a las páginas rojas de un tabloide.

En 1979, José Antonio Abreu tenía 40 años y era, desde hace cuatro, creador y líder máximo del proyecto de orquestas sinfónicas juveniles, empeñado incluso en una ridiculizada campaña por la instrucción del violín a los infantes pemones. Hijo de un zapatero trujillano afecto a la música y establecido en Barquisimeto -Calzados J. M. Abreu- atrás quedaba la estela de una fulgurante carrera profesional, política y musical. Economista summa cum laude, a los 25 era diputado por el FND y asistente de Arturo Uslar Pietri; a los 20 había dirigido su primer concierto, en gala caraqueña; antes de los 30 había ganado dos premios nacionales de música, que “se otorgó él mismo”, acota un compositor coetáneo, que, según confiesa, lo odia “a muerte”. Como sea, no podría hablarse, en todo caso, de una biografía pulquérrima: para la fecha, Abreu había padecido los sinsabores de dos estrepitosos aquelarres públicos, y todavía le tocaba en suerte -o en mala suerte- vivir un tercero, el más doloroso de la tríada infausta.

A comienzos de los setenta fue comisionado por el Movimiento Desarrollista y Pedro Tinoco a una embajada peculiar: establecer diálogo con el vituperado, convicto y confeso ex dictador Marcos Pérez Jiménez en el Madrid de su otoño, y tratar de ganar a la causa al grueso de electores aún afectos al réprobo y acostadizo militar. Pero la antesala a la entrevista se prolonga más de lo previsto y el brillante y joven político -pero ya poseedor, por cierto, de una reluciente calvatrueno- no tiene tiempo de inscribirse en el registro electoral venezolano. Los diarios capitalinos explotarán después, con esperado ensañamiento, un asunto poco aclarado acerca de cedulaciones apócrifas y compulsivos trámites de registros.

Algo distinto pero de parecidas consecuencias tendría lugar en la década siguiente, la de la pesadillesca ilusión de la gran Venezuela, en que se puso de moda un provechoso pero equívoco juego social. Lucrativo, La pirámide se llamó a una suerte de gitanería que creaba felices millonarios de la noche a la mañana, pero -condición axial del universo- a cambio de desprevenidos, embaucadas y empobrecidas víctimas. Era una centrífuga espiral en la que tres personas aporraban determinada cantidad de dinero a una cuarta; cada uno de los aportantes debía conseguir a otros tres que le dieran igual cantidad de dinero, con lo que recuperaban lo aportado y se ganaba dos fracciones idénticas, así sucesivamente mientras alguien se encargaba de organizar las transacciones ad infinitum. Sólo que la espiral fallaba si alguien no conseguía a sus tres contribuyentes y, a partir de allí, venían las quejas, los golpes de pecho y las consabidas denuncias. Una hermana de José Antonio Abreu se vio envuelta en una situación parecida y tuvo que cargar con ciertos platos rotos, pero un periodista malicioso dejó entrever que detrás de todo debía esconderse un cerebro brillante.

Nada comparable el escandalejo, sin embargo, con aquel en que se vio envuelto en 1979: de un lado las orquestas juveniles y del otro, un crítico de música, Gustavo Tambascio. Este era un intelectual porteño refugiado en Venezuela. Para la fecha, en la Argentina existía un horrendo organismo parapolicial, la Asociación Argentina Anticomunista -la Triple A-, encargado de perseguir, capturar y si era posible torturar a cuanto político o intelectual presentara síntomas de enrojecimiento, lo que acarrea una especie de diáspora sureña, gente en general muy calificada y con predilección por Venezuela, saudita para la época. De filiación izquierdosa, filósofo y melómano, hombre de prestigio entre pares, Tambascio colaboraba en el legendario Cuerpo E de El Nacional con una ácida y pedantísima columna de crítica musical. Un infausto domingo 11 de noviembre la emprende contra un concierto de la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana, engendro de la Simón Bolívar. “Un caos orquestal”, escribiría Tambascio, “que recordaba los epílogos de los cumpleaños infantiles donde los niños se arrojan pedazos de torta, resbalan por el piso y se pelean por los remanentes de las piñata, quizás debiera haber hecho como un conocido pianista que abandonó el concierto en el intermedio, presa de indignada agitación. Con toda la simpatía que suscitan los muchachos de Abreu (aunque el concertino ya está cronológicamente para una orquesta de adultos), no puedo dejar de remarcar notorios lapsus de afinación. Incontrolada catarata de sonidos”, concluía el columnista, con crueldad.

Abreu se dejó llevar por los frenesíes de una ira entre nacionalista y xenofóbica en la respuesta aparecida al día siguiente. “Estimado director del Cuerpo E, hoy me corresponde constatar la existencia de una creciente ola de aventureros, traficantes, arribistas”, comenzaba su contraataque. “En su ridículo estilo, plagado de nuevorriquismo intelectual, el señor Tambascio ensaya una burla repugnante al magnífico concierto dirigido por el maestro Alberto Grau. Ha de saber él que en Venezuela abundan los dispositivos legales para golpear muy duro en todos los terrenos a quien intente insultarla o denigrarla. Ver estampada su firma al final de tantas estupideces contra auténticos valores patrios nos duele muy hondo a los venezolanos y vamos a hacer respetar a cualquier paracaidista que pretenda escupir sobre nuestros valores e instituciones. Su articulejo no quedará impune…”.

Sus incondicionales firman un remitido público en su defensa, pero el Cuerpo E hizo una encuesta entre intelectuales y la mayoría recriminó el chovinismo del aludido. El más cruel, el inefable Pedro León Zapata, con dos terribles caricaturas: “Ahora Abreu se escribe con triple A”, y en la otra: “Cuando las madres de los niños pemones leyeron la carta de Abreu, botaron los violines”. Luis Alberto Crespo y Nabor Zambrano, que para la época trabajaban en el Cuerpo E, fueron testigos de que Abreu, parado en la puerta de El Nacional y luego de dejar el remitido de sus fieles, dijo: “Tengo que ponerme a escribir, ¡qué poder tiene la prensa!”.

Diez años después, en los albores del segundo y trunco mandato de Carlos Andrés Pérez, asumida por Abreu la presidencia del Conac y el Ministerio de la Cultura -desaparecido a raíz del golpe del 4-F, cosa que desató una campaña de artistas en pro de su restitución-, los periodistas del área cultural se reunieron en el Teresa Carreño para atender una situación que comenzaba a incomodarlos. Desde las alturas del Conac, sus reportajes, noticias y columnas estaban recibiendo pinceladas de complacencia vía la mirada menos crítica del máximo organismo cultural. Verbo y gracia, los sucesos acaecidos luego de un infausto concierto del gran cellista ruso Mtislav Rostropovich. El susodicho había tocado a la desgana en sus presentaciones en el Aula Magna y la sala José Félix Ribas. En una de ellas, sin embargo, el desprevenido y a todas luces inculto público caraqueño pidió con furia el bis de rigor, pero el maestro hizo mutis y ni la prolongada algarabía de aplausos lo sacó de sus trece. Se sabe que entre bastidores los organizadores del evento, halago en mano, lo conminaban a una nueva salida, pero nadie pudo con la rocambolesca exigencia: sus da capos, mascullaba, costaban la bagatela de 5.000 dolarejos.

En los días subsiguientes, el crítico Enrique Moya, de El Nacional, hizo alguna maléfica referencia a los resultados del evento, anunciado como acontecimiento cultural del siglo, pero el ring telefónico no tardó en hacer acto de presencia y Moya tuvo que irse a criticar a otra parte. Pero no era más que un detalle en un arrebujado encaje de impasses, hasta que, por amor a la dignidad profesional, el periodista Carlos Ortega planteó públicamente su irritación por esa constante presencia de funcionarios endulzando la crítica. Es así como un grueso de fablistanes redactan un comunicado. Un periodista, que había llegado tarde, afinó algunos adjetivos que le parecieron faltos de energía, y al final resultó un documento mordaz, irreverente y lapidario, llamado a hacer historia en los anales periodísticos, “lo que hubiera sido el Octubre Rojo de la prensa venezolana”, rememora uno de los firmantes. Pero, no obstante, ocurrió algo imprevisto. Al parecer, la presidenta del Colegio de Periodistas, Nela Carmona, hermana de Ramón Carmona, el ministro de la Secretaría de la época, luego de cruces telefónicos, palabras al susurro y mediadurías pecuniarias, enfrío las calenturas de la mitad de los firmantes, tanto así, que el comunicado sale a los tres días y sólo en las páginas últimas de El Mundo. “Nos sentimos descubiertos”, recuerda otro de los confabulados, pero, por coincidencias que levantan suspicacias, casi todos los que retiraron sus firmas obtuvieron, tiempo más tiempo menos, cargos de asesorías culturales adscritos al Conac.

Una serie de raids se inicia desde entonces por controlar las goteras informativas, con la emergencia de polos de enfrentamiento, persecuciones y trasiego de periodistas de un medio a otro, disputas y cruce de palabras de críticos versus incondicionales. Así, la periodista Mariveni Rodríguez, desde su tribuna en El Globo, publica un resumen de la distribución presupuestaria del Conac y no deja de señalar los sectores negreados. Se salva de milagro. Otro caso, el del periodista Efraín Corona, durante su estadía en El Diario de Caracas. Corona publica los argumentos de un personaje quejoso de manejos discriminatorios en cierta partida cultural y a raíz de ese momento Corona acusa el golpe. Tiempo después se integra a la redacción de El Globo y en una de sus miles ruedas de prensa, cuando el ministro se dispone a pronunciar su discurso, y nota la cara conocida del periodista, abre los ojos, parpadea con descontrol, y le pregunta a su jefe de prensa, periodista Igor Molina: “Igor, ¿qué hace Efraín Corona aquí?”.

Pero esos tentáculos alcanzan más allá del territorio capitalino, llegan a la provincia y se sabe que en la jefatura de prensa del Conac hay gente encargada de chequear a diario los periódicos del interior. Manuel de La Fuente, personero cultural de la Universidad de los Andes, fue censurado con una buena reprimenda a raíz de una infeliz nota de prensa. O el caso del director de cultura de la Gobernación del estado Sucre, que hizo pública su inconformidad con ciertos detalles de la gestión de Abreu en un ínfimo periodiquete cumanés. Eduardo Morales Gil recibió una llamada exigiendo la destitución del asesor cultural, pero Morales no sólo se niega, sino que se permite el lujo de dar una lección de espíritu democrático, meses después, en un acto en Cumaná y ante la presencia del acosado director de cultura. “Doctor Abreu, hay que aprender que la crítica es necesaria”.

Esa intención de relación simbiótica con la prensa fue tempranamente denunciada, a finales de 1990, por el filósofo y músico Joaquín López Mujica en una entrevista concedida a la fallecida revista Viernes. Gran parte del tiraje de aquel número, según se especuló con fuerza, fue comprado por una mano oculta; sin embargo, las terribles afirmaciones allí plasmadas causan un escándalo de no pequeñas dimensiones. López Mujica señalaba, aparte de su inconformidad con la distribución presupuestaria, “lo que puede llamarse totalitarismo en información cultural, difícilmente se leerá una nota crítica a la gestión o los amigos de Abreu, el ministro tiene entre sus asesores cerca de 40 periodistas”, afirmación que tres años después sigue sosteniendo pero con el agravante del incremento del número de aquéllos. Dice poseer copia de ciertos cheques que habrían estimulado tales cuadres.

De “delincuencia cultural” califica un periodista y profesor de la escuela de Comunicación Social de la UCV, a un grupo de personajes que trabaja para el Conac que, según él, ocupa múltiples cargos y chupa los dineros conseguidos por Abreu en una labor de hormiguita, el mayor y más reconocido mérito al hacer el balance final de su gestión. Si bien es cierto, alegan otros, que antes de Abreu los presupuestos del Conac eran misérrimos, como lo plasman muy bien las estadísticas, “lo que pudo alcanzar igualmente lo ha dilapidado”.

Esa historia de la consecución presupuestaria, que en el Conac llega ahora a la astronómica suma de diez mil millones de bolívares, instala una nota cómica a la hora de evaluar los trabajos de Abreu. Cuenta gente muy ligada a él que era verdaderamente pintoresco observar las triquiñuelas con que a lo largo de los cinco años, todos los ministros, de la cartera que fuese, sufrieron los embates de las irresistibles cualidades de encantador de serpientes de José Antonio Abreu. Todos, sin excepción, pasaron por la piedra del sacrificio ritual de alguna partida en honor a la cultura. Roberto Pocaterra, por ejemplo, confesó públicamente que le tenía horror y cada vez que lo veía rondando por su despacho soltaba un: “Ya viene Abreu a pedirme plata”. Legendaria es la escena en el Teatro del Oeste en Caño Amarillo. En una invitación, fue recibido por el propio Abreu, quien le ponderó las excelencias del coso y de lo imprescindible de su remodelación. “Entre el primero y el segundo piso”, cuenta un testigo, “le sacó 80 millones de bolívares”. O la cantidad de edificios nuevos y viejos que arrancaba del poder de otras instituciones.

En un paseo por el Litoral, refiere un allegado, Abreu queda deslumbrado por la estampa de una construcción casi en ruinas y de inmediato baja a preguntar a qué organismo pertenece y se le dice que a Fede. Al día siguiente habla con Beatriz Albornoz, que le adjudica la mole y Abreu lo convierte en un resplandeciente teatro. Pero no sólo se quedaba en peticiones, sino que iba él personalmente a encargarse de despacho en despacho de que las promesas se materializaran. “Es que como músico está acostumbrado a pedir”, conjetura el médico y compositor René Rojas. “Esa es una tradición en la historia de la música, todos los grandes compositores fueron aduladores de reyes, desde Haendel hasta Wagner, especialmente el lamentable Jean Baptiste Lully, cortesano consumado, que por cierto se parece mucho a José Antonio Abreu”.

Sumada su increíble capacidad de trabajo -que no duerme, que fastidia a sus subordinados a horas imposibles, que trabaja en el carro, que vive buceando en un promontorio de carpetas- a su formación de economista es fácil de comprender el éxito logrado en materia de presupuestos, pero esa praxis de marrillo y raqueta insistente, zalamera, ha de suponer, sin duda, el mayor peso. “Cuando hay cambios de gobierno o de gabinete”, continúa Rojas, “lo primero que hace es ofrecer un concierto a las nuevas personalidades, él le hizo el concierto a Pérez en la toma de posesión, igualmente estuvo en el Te Deums de Ramón J. Velásquez y sin mayores reparos preparó la Octava de Malher para Caldera”. Y no hay que olvidar, resaltan otros, que el ridiculizado museo de CAP en Rubio fue hecho construir por Abreu, y, por añadidura, que su verdadera función dentro del paquete perecista era acallar las voces de los intelectuales ante el previsible tifón neoliberal, y ello explicaría de paso el porqué de todos esos ingentes recursos -y en esto coincide la mayoría- se ha utilizado en provecho de una élite con poderosa influencia en la opinión pública. “En un país en que antes del golpe del 4 de febrero hasta los limpiabotas protestaron, el único sector que no vivió la crisis fue el cultural y por ello sus críticas fueron inocuas”, razona Nabor Zambrano.

En precios culturales para nadie es un secreto que en esta última gestión todo el mundo viajó, o recibió dinero para equis proyecto que en la mayoría de los casos no se llevaron a cabo. “Aunque fuera un viajecito al Caribe, todo el mundo se benefició de ese gran presupuesto”, dice Edgar Villanueva de la oficina de prensa del TTC. Hay quien se queja de los grandes periplos a Europa en los que una multitudinaria muchedumbre de prosélitos vivió a la trashumancia, la mayoría de las veces sin que representaran en realidad una vertiente cultural de Venezuela en el extranjero. Tal cual la recordada gira a Europa de la Simón Bolívar en que ésta dejó de tocar en París y en Londres pues los instrumentos no llegaron a tiempo, y más de 200 personas se quedaron allí sin hacer nada, a no ser turismo cultural. O el reciente y por demás vituperado viaje a Sevilla en que un enjambre de familiares acompañó a los artistas a exposiciones y performances fantasmas.

Otra vertiente del silenciado bacanal de la cultura venezolana estriba, al parecer, en la tríada de espectáculos para complacencia de grupúsculos microscópicos, tal cual la venida del director orquestal Phillip Piekaelt, una inversión millonaria a la que asistieron sólo 300 personas en los tres días de presentación, al parecer, Isabel Palacios consideró indispensable su venida a Venezuela. O la onerosa recalada del padre de Zubin Metha, músico más bien regular, sólo por la resonancia del nombre de su hijo. “Para Abreu, la cultura es un fashion show engañabobos, sin verdadera calidad, tras el cual no quedará nada”, dice el abogado y hombre ligado a la cultura Salvador Irriago.

Lo que se cuestiona es la existencia de partidas manejadas a la discreción de funcionarios y que se emplean en gastos imprevistos como el humanitario costeo de la agonía de los artistas infectados de sida y en otros menesteres no tan claros; de estos fondos, dice la conseja, provendría la buena pro periodística. Así, mientras Juan Nuño liquida la diatriba en torno a la gestión de Abreu argumentando que, sencillamente, lo odian por inteligente y eficiente, valores que la envidia no perdona, un colega del área cultural zanja el asunto, muy distinto: “Si se parte del supuesto de que lo único que globaliza el concepto tan amplio que ahora se tiene de la palabra cultura es la crítica, estando ésta amordazada, se puede concluir entonces que durante Abreu no hubo cultura, sino un fastuoso y autoaplaudido espectáculo.