José
Antonio Abreu, entretelones
El OGRO filantrópico
Por: Rafael Rivero
Por: Rafael Rivero
El hombre orquesta, el
que apacigua los fuegos, el que tiene oídos prodigiosos para afinar un proyecto
musical de proporciones internacionales y una voluntad acerada que le granjea los
elogios del ghetto intelectual
-ensalzadas sus épicas conquistas en el otrora empobrecido mundillo de la
cultura-, José Antonio Abreu desfila invicto –único sobreviviente del
naufragado régimen anterior- sobre cada titular de prensa, y su prestigio como
demiurgo de un boom de las artes es
tal que puso a dudar a los mandamases de turno a la hora de buscarle un digno
sucedáneo. Pero esa rutilancia observa, según últimas partituras, menos
eufonía. Notas discordantes.
Ni scherzos, ni
allegretos, ni staccatos, el último movimiento existencial de José Antonio
Abreu ha sido una especie de réquiem, desafinado, además. Un lánguido y
desacompasado tormento para sus privilegiados oídos. Mala racha. De
hiperkinético e incansable trabajador deviene criatura lánguida y empobrecida.
Se abre el telón y aparece atrapado en una telaraña depresiva. El ministro está
triste, ¿qué tendrá el ministro?, canturrean en los corrillos del Teresa
Carreño sus subalternos a la hora del café.
Pero más vale decir
que no se trata de un mero capricho de genio temperamental su evidente
transfiguración, no, causas hay para justificarlas. Sobre la punta del iceberg de su desazón está enseñoreada
la polémica desatada sotto voce en
torno a su ratificación en el cargo cúspide de su inflamada trayectoria.
Después de laboriosos años al frente del Conac –sorteando el calvario de una
mala digestión, vísceras operadas, y el incómodo estigma de antiguo ministro
perecista, con la vejez al alcance de la mano y sin hijos ni compromisos ni
compañera conocida-, la blanquinegra confrontación entre las trincheras que han
tomado partido -o admiran su ambiciosa gestión de promotor, emulada a duras
penas en los países andinos, y lo tildan de coloso o lo consideran un individuo
de intenciones maquiavélicas, amigo del aplauso cueste lo que cueste, y piden
su cabeza- le ha afectado sobremanera, a pesar de que sale, a las claras, bien
librado.
Más, sin duda, océano
adentro, debajo del coro de palabras cruzadas e insoportablemente elevadas sin
criterio unánime, lo que más lo desconcierta, la guinda que clava impía el
puntillazo sobre su orgulloso talante, es una historia de sangre, cercana y
truculenta, que ha venido a completar la sinfonía funesta que –amenazante-,
bordea sus más rehuidos temores: la imagen pública negativa y los públicos
escándalos. Temor, cabe decir, de vieja data. Y que lo diga su jefa de
publicidad en el Conac: “Sí, él es obsesivo en lo que a los medios se refiere”,
reconoce Ernestina Herrera: “muy capaz de llamarme a las tres de la mañana por
un simple detalle de una gacetilla informativa, y yo creo que lee los
periódicos de madrugada, esculcando la información cultural. La verdad es que
no entiendo por qué le importa tanto la prensa”.
Pero su fascinación
mediática parece un arcano indescifrable –quizás para los que no han leído La hoguera de las vanidades-, de lo que
no cabe duda es que la gestión del último presidente del Conac quedará
oscurecida por ese sui generis horror
vacuis informativo, que si ladran los
perros se angustia y si callan, también. Incluso, a la final, no sería descabellado
proponer que su categoría de mejor hombre de la cultura desde Páez hasta estos
días -según la hipérbole cabrujiana- se sustenta -en cierta medida- sobre un
preventivo trabajo de autopromoción; de pasos de león en lares redaccionales
que atenúan, acicalan, se dejan ganar. “Abreu es, en realidad, un funcionario
de papel periódico”, aventura a medias un periodista de la fuente de artes y
espectáculos: optó por guardarse de suscribir su opinión. “Méritos aparte,
resulta desagradable descubrir cómo ha manipulado la información: yo creo, sin
exagerar, que podrían contarse en kilómetros por columna los titulares que
hablan maravillas de su gestión”. Más, por otro lado, hay quien sostiene una
tesis simétrica, pero enarbolando como argumento el trágico fin del chofer del
presidente del Conac. El asunto que lo trae cabizbajo y sobre el cual se tendió
un cerco de susurros y cuchicheos que atajaron la difusión periodística.
Ocurriría, según gente
entrada en detalles, que aquél que mal murió era su mano derecha y lo
acompañaba a todas partes, incluso a giras en que un conductor de automóviles
era prescindible, encargándose entonces de asuntos tales como el ajuar de su
jefe, o de llevar la relación de las tarjetas de crédito. Casado y con un hijo
de corta edad, al parecer y según larguezas lingüísticas del mundillo cultural,
desde hacía buen tiempo su esposa, intérprete de una confusa cruzada conyugal,
comenzó a resentir aquella incapacidad de su marido para no dejarse absorber
por la celebérrima batuta. La madrugada del 25 de diciembre pasado, luego de
una enardecida discusión, el drama llega al clímax de tragedia griega: la océlica
señora saca un revólver y dispara a la frente de su marido y, acto seguido,
procede al suicidio. Por aquello de la imagen, el suceso no trascendió sino tan
sólo a las páginas rojas de un tabloide.
En 1979, José Antonio
Abreu tenía 40 años y era, desde hace cuatro, creador y líder máximo del
proyecto de orquestas sinfónicas juveniles, empeñado incluso en una ridiculizada
campaña por la instrucción del violín a los infantes pemones. Hijo de un
zapatero trujillano afecto a la música y establecido en Barquisimeto -Calzados
J. M. Abreu- atrás quedaba la estela de una fulgurante carrera profesional, política
y musical. Economista summa cum laude,
a los 25 era diputado por el FND y asistente de Arturo Uslar Pietri; a los 20
había dirigido su primer concierto, en gala caraqueña; antes de los 30 había
ganado dos premios nacionales de música, que “se otorgó él mismo”, acota un
compositor coetáneo, que, según confiesa, lo odia “a muerte”. Como sea, no
podría hablarse, en todo caso, de una biografía pulquérrima: para la fecha,
Abreu había padecido los sinsabores de dos estrepitosos aquelarres públicos, y
todavía le tocaba en suerte -o en mala suerte- vivir un tercero, el más
doloroso de la tríada infausta.
A comienzos de los
setenta fue comisionado por el Movimiento Desarrollista y Pedro Tinoco a una
embajada peculiar: establecer diálogo con el vituperado, convicto y confeso ex
dictador Marcos Pérez Jiménez en el Madrid de su otoño, y tratar de ganar a la
causa al grueso de electores aún afectos al réprobo y acostadizo militar. Pero
la antesala a la entrevista se prolonga más de lo previsto y el brillante y joven
político -pero ya poseedor, por cierto, de una reluciente calvatrueno- no tiene
tiempo de inscribirse en el registro electoral venezolano. Los diarios
capitalinos explotarán después, con esperado ensañamiento, un asunto poco
aclarado acerca de cedulaciones apócrifas y compulsivos trámites de registros.
Algo distinto pero de
parecidas consecuencias tendría lugar en la década siguiente, la de la
pesadillesca ilusión de la gran Venezuela, en que se puso de moda un provechoso
pero equívoco juego social. Lucrativo, La
pirámide se llamó a una suerte de gitanería que creaba felices millonarios
de la noche a la mañana, pero -condición axial del universo- a cambio de
desprevenidos, embaucadas y empobrecidas víctimas. Era una centrífuga espiral
en la que tres personas aporraban determinada cantidad de dinero a una cuarta;
cada uno de los aportantes debía conseguir a otros tres que le dieran igual
cantidad de dinero, con lo que recuperaban lo aportado y se ganaba dos
fracciones idénticas, así sucesivamente mientras alguien se encargaba de
organizar las transacciones ad infinitum.
Sólo que la espiral fallaba si alguien no conseguía a sus tres contribuyentes
y, a partir de allí, venían las quejas, los golpes de pecho y las consabidas
denuncias. Una hermana de José Antonio Abreu se vio envuelta en una situación
parecida y tuvo que cargar con ciertos platos rotos, pero un periodista
malicioso dejó entrever que detrás de todo debía esconderse un cerebro
brillante.
Nada comparable el
escandalejo, sin embargo, con aquel en que se vio envuelto en 1979: de un lado
las orquestas juveniles y del otro, un crítico de música, Gustavo Tambascio.
Este era un intelectual porteño refugiado en Venezuela. Para la fecha, en la
Argentina existía un horrendo organismo parapolicial, la Asociación Argentina
Anticomunista -la Triple A-, encargado de perseguir, capturar y si era posible
torturar a cuanto político o intelectual presentara síntomas de enrojecimiento,
lo que acarrea una especie de diáspora sureña, gente en general muy calificada
y con predilección por Venezuela, saudita para la época. De filiación izquierdosa,
filósofo y melómano, hombre de prestigio entre pares, Tambascio colaboraba en
el legendario Cuerpo E de El Nacional
con una ácida y pedantísima columna de crítica musical. Un infausto domingo 11
de noviembre la emprende contra un concierto de la Orquesta Sinfónica de la
Juventud Venezolana, engendro de la Simón Bolívar. “Un caos orquestal”,
escribiría Tambascio, “que recordaba los epílogos de los cumpleaños infantiles
donde los niños se arrojan pedazos de torta, resbalan por el piso y se pelean
por los remanentes de las piñata, quizás debiera haber hecho como un conocido
pianista que abandonó el concierto en el intermedio, presa de indignada
agitación. Con toda la simpatía que suscitan los muchachos de Abreu (aunque el
concertino ya está cronológicamente para una orquesta de adultos), no puedo
dejar de remarcar notorios lapsus de afinación. Incontrolada catarata de
sonidos”, concluía el columnista, con crueldad.
Abreu se dejó llevar
por los frenesíes de una ira entre nacionalista y xenofóbica en la respuesta
aparecida al día siguiente. “Estimado director del Cuerpo E, hoy me corresponde
constatar la existencia de una creciente ola de aventureros, traficantes,
arribistas”, comenzaba su contraataque. “En su ridículo estilo, plagado de
nuevorriquismo intelectual, el señor Tambascio ensaya una burla repugnante al
magnífico concierto dirigido por el maestro Alberto Grau. Ha de saber él que en
Venezuela abundan los dispositivos legales para golpear muy duro en todos los
terrenos a quien intente insultarla o denigrarla. Ver estampada su firma al
final de tantas estupideces contra auténticos valores patrios nos duele muy
hondo a los venezolanos y vamos a hacer respetar a cualquier paracaidista que
pretenda escupir sobre nuestros valores e instituciones. Su articulejo no
quedará impune…”.
Sus incondicionales
firman un remitido público en su defensa, pero el Cuerpo E hizo una encuesta
entre intelectuales y la mayoría recriminó el chovinismo del aludido. El más
cruel, el inefable Pedro León Zapata, con dos terribles caricaturas: “Ahora
Abreu se escribe con triple A”, y en la otra: “Cuando las madres de los niños
pemones leyeron la carta de Abreu, botaron los violines”. Luis Alberto Crespo y
Nabor Zambrano, que para la época trabajaban en el Cuerpo E, fueron testigos de
que Abreu, parado en la puerta de El
Nacional y luego de dejar el remitido de sus fieles, dijo: “Tengo que
ponerme a escribir, ¡qué poder tiene la prensa!”.
Diez años después, en
los albores del segundo y trunco mandato de Carlos Andrés Pérez, asumida por
Abreu la presidencia del Conac y el Ministerio de la Cultura -desaparecido a
raíz del golpe del 4-F, cosa que desató una campaña de artistas en pro de su
restitución-, los periodistas del área cultural se reunieron en el Teresa
Carreño para atender una situación que comenzaba a incomodarlos. Desde las
alturas del Conac, sus reportajes, noticias y columnas estaban recibiendo
pinceladas de complacencia vía la mirada menos crítica del máximo organismo
cultural. Verbo y gracia, los sucesos acaecidos luego de un infausto concierto
del gran cellista ruso Mtislav Rostropovich. El susodicho había tocado a la
desgana en sus presentaciones en el Aula Magna y la sala José Félix Ribas. En una
de ellas, sin embargo, el desprevenido y a todas luces inculto público
caraqueño pidió con furia el bis de rigor, pero el maestro hizo mutis y ni la
prolongada algarabía de aplausos lo sacó de sus trece. Se sabe que entre
bastidores los organizadores del evento, halago en mano, lo conminaban a una
nueva salida, pero nadie pudo con la rocambolesca exigencia: sus da capos, mascullaba, costaban la
bagatela de 5.000 dolarejos.
En los días
subsiguientes, el crítico Enrique Moya, de El Nacional, hizo alguna maléfica
referencia a los resultados del evento, anunciado como acontecimiento cultural
del siglo, pero el ring telefónico no tardó en hacer acto de presencia y Moya
tuvo que irse a criticar a otra parte. Pero no era más que un detalle en un
arrebujado encaje de impasses, hasta
que, por amor a la dignidad profesional, el periodista Carlos Ortega planteó
públicamente su irritación por esa constante presencia de funcionarios
endulzando la crítica. Es así como un grueso de fablistanes redactan un
comunicado. Un periodista, que había llegado tarde, afinó algunos adjetivos que
le parecieron faltos de energía, y al final resultó un documento mordaz,
irreverente y lapidario, llamado a hacer historia en los anales periodísticos,
“lo que hubiera sido el Octubre Rojo de la prensa venezolana”, rememora uno de
los firmantes. Pero, no obstante, ocurrió algo imprevisto. Al parecer, la
presidenta del Colegio de Periodistas, Nela Carmona, hermana de Ramón Carmona,
el ministro de la Secretaría de la época, luego de cruces telefónicos, palabras
al susurro y mediadurías pecuniarias, enfrío las calenturas de la mitad de los
firmantes, tanto así, que el comunicado sale a los tres días y sólo en las
páginas últimas de El Mundo. “Nos
sentimos descubiertos”, recuerda otro de los confabulados, pero, por
coincidencias que levantan suspicacias, casi todos los que retiraron sus firmas
obtuvieron, tiempo más tiempo menos, cargos de asesorías culturales adscritos
al Conac.
Una serie de raids se inicia desde entonces por
controlar las goteras informativas, con la emergencia de polos de
enfrentamiento, persecuciones y trasiego de periodistas de un medio a otro,
disputas y cruce de palabras de críticos versus incondicionales. Así, la
periodista Mariveni Rodríguez, desde su tribuna en El Globo, publica un resumen de la distribución presupuestaria del
Conac y no deja de señalar los sectores negreados.
Se salva de milagro. Otro caso, el del periodista Efraín Corona, durante su
estadía en El Diario de Caracas. Corona publica los argumentos de un personaje
quejoso de manejos discriminatorios en cierta partida cultural y a raíz de ese momento
Corona acusa el golpe. Tiempo después se integra a la redacción de El Globo y en una de sus miles ruedas de
prensa, cuando el ministro se dispone a pronunciar su discurso, y nota la cara
conocida del periodista, abre los ojos, parpadea con descontrol, y le pregunta
a su jefe de prensa, periodista Igor Molina: “Igor, ¿qué hace Efraín Corona
aquí?”.
Pero esos tentáculos
alcanzan más allá del territorio capitalino, llegan a la provincia y se sabe
que en la jefatura de prensa del Conac hay gente encargada de chequear a diario
los periódicos del interior. Manuel de La Fuente, personero cultural de la
Universidad de los Andes, fue censurado con una buena reprimenda a raíz de una
infeliz nota de prensa. O el caso del director de cultura de la Gobernación del
estado Sucre, que hizo pública su inconformidad con ciertos detalles de la
gestión de Abreu en un ínfimo periodiquete cumanés. Eduardo Morales Gil recibió
una llamada exigiendo la destitución del asesor cultural, pero Morales no sólo
se niega, sino que se permite el lujo de dar una lección de espíritu
democrático, meses después, en un acto en Cumaná y ante la presencia del
acosado director de cultura. “Doctor Abreu, hay que aprender que la crítica es
necesaria”.
Esa intención de
relación simbiótica con la prensa fue tempranamente denunciada, a finales de
1990, por el filósofo y músico Joaquín López Mujica en una entrevista concedida
a la fallecida revista Viernes. Gran
parte del tiraje de aquel número, según se especuló con fuerza, fue comprado
por una mano oculta; sin embargo, las terribles afirmaciones allí plasmadas
causan un escándalo de no pequeñas dimensiones. López Mujica señalaba, aparte
de su inconformidad con la distribución presupuestaria, “lo que puede llamarse
totalitarismo en información cultural, difícilmente se leerá una nota crítica a
la gestión o los amigos de Abreu, el ministro tiene entre sus asesores cerca de
40 periodistas”, afirmación que tres años después sigue sosteniendo pero con el
agravante del incremento del número de aquéllos. Dice poseer copia de ciertos
cheques que habrían estimulado tales cuadres.
De “delincuencia
cultural” califica un periodista y profesor de la escuela de Comunicación Social
de la UCV, a un grupo de personajes que trabaja para el Conac que, según él,
ocupa múltiples cargos y chupa los dineros conseguidos por Abreu en una labor
de hormiguita, el mayor y más reconocido mérito al hacer el balance final de su
gestión. Si bien es cierto, alegan otros, que antes de Abreu los presupuestos
del Conac eran misérrimos, como lo plasman muy bien las estadísticas, “lo que
pudo alcanzar igualmente lo ha dilapidado”.
Esa historia de la
consecución presupuestaria, que en el Conac llega ahora a la astronómica suma
de diez mil millones de bolívares, instala una nota cómica a la hora de evaluar
los trabajos de Abreu. Cuenta gente muy ligada a él que era verdaderamente
pintoresco observar las triquiñuelas con que a lo largo de los cinco años, todos
los ministros, de la cartera que fuese, sufrieron los embates de las
irresistibles cualidades de encantador de serpientes de José Antonio Abreu.
Todos, sin excepción, pasaron por la piedra del sacrificio ritual de alguna
partida en honor a la cultura. Roberto Pocaterra, por ejemplo, confesó
públicamente que le tenía horror y cada vez que lo veía rondando por su
despacho soltaba un: “Ya viene Abreu a pedirme plata”. Legendaria es la escena
en el Teatro del Oeste en Caño Amarillo. En una invitación, fue recibido por el
propio Abreu, quien le ponderó las excelencias del coso y de lo imprescindible
de su remodelación. “Entre el primero y el segundo piso”, cuenta un testigo,
“le sacó 80 millones de bolívares”. O la cantidad de edificios nuevos y viejos
que arrancaba del poder de otras instituciones.
En un paseo por el
Litoral, refiere un allegado, Abreu queda deslumbrado por la estampa de una
construcción casi en ruinas y de inmediato baja a preguntar a qué organismo
pertenece y se le dice que a Fede. Al día siguiente habla con Beatriz Albornoz,
que le adjudica la mole y Abreu lo convierte en un resplandeciente teatro. Pero
no sólo se quedaba en peticiones, sino que iba él personalmente a encargarse de
despacho en despacho de que las promesas se materializaran. “Es que como músico
está acostumbrado a pedir”, conjetura el médico y compositor René Rojas. “Esa
es una tradición en la historia de la música, todos los grandes compositores
fueron aduladores de reyes, desde Haendel hasta Wagner, especialmente el lamentable
Jean Baptiste Lully, cortesano consumado, que por cierto se parece mucho a José
Antonio Abreu”.
Sumada su increíble
capacidad de trabajo -que no duerme, que fastidia a sus subordinados a horas
imposibles, que trabaja en el carro, que vive buceando en un promontorio de
carpetas- a su formación de economista es fácil de comprender el éxito logrado
en materia de presupuestos, pero esa praxis de marrillo y raqueta insistente,
zalamera, ha de suponer, sin duda, el mayor peso. “Cuando hay cambios de gobierno
o de gabinete”, continúa Rojas, “lo primero que hace es ofrecer un concierto a
las nuevas personalidades, él le hizo el concierto a Pérez en la toma de
posesión, igualmente estuvo en el Te
Deums de Ramón J. Velásquez y sin mayores reparos preparó la Octava de
Malher para Caldera”. Y no hay que olvidar, resaltan otros, que el ridiculizado
museo de CAP en Rubio fue hecho construir por Abreu, y, por añadidura, que su
verdadera función dentro del paquete perecista era acallar las voces de los
intelectuales ante el previsible tifón neoliberal, y ello explicaría de paso el
porqué de todos esos ingentes recursos -y en esto coincide la mayoría- se ha
utilizado en provecho de una élite con poderosa influencia en la opinión
pública. “En un país en que antes del golpe del 4 de febrero hasta los
limpiabotas protestaron, el único sector que no vivió la crisis fue el cultural
y por ello sus críticas fueron inocuas”, razona Nabor Zambrano.
En precios culturales
para nadie es un secreto que en esta última gestión todo el mundo viajó, o
recibió dinero para equis proyecto que en la mayoría de los casos no se
llevaron a cabo. “Aunque fuera un viajecito al Caribe, todo el mundo se
benefició de ese gran presupuesto”, dice Edgar Villanueva de la oficina de
prensa del TTC. Hay quien se queja de los grandes periplos a Europa en los que
una multitudinaria muchedumbre de prosélitos vivió a la trashumancia, la
mayoría de las veces sin que representaran en realidad una vertiente cultural
de Venezuela en el extranjero. Tal cual la recordada gira a Europa de la Simón
Bolívar en que ésta dejó de tocar en París y en Londres pues los instrumentos
no llegaron a tiempo, y más de 200 personas se quedaron allí sin hacer nada, a
no ser turismo cultural. O el reciente y por demás vituperado viaje a Sevilla
en que un enjambre de familiares acompañó a los artistas a exposiciones y performances fantasmas.
Otra vertiente del
silenciado bacanal de la cultura venezolana estriba, al parecer, en la tríada
de espectáculos para complacencia de grupúsculos microscópicos, tal cual la
venida del director orquestal Phillip Piekaelt, una inversión millonaria a la
que asistieron sólo 300 personas en los tres días de presentación, al parecer,
Isabel Palacios consideró indispensable su venida a Venezuela. O la onerosa
recalada del padre de Zubin Metha, músico más bien regular, sólo por la
resonancia del nombre de su hijo. “Para Abreu, la cultura es un fashion show engañabobos, sin verdadera
calidad, tras el cual no quedará nada”, dice el abogado y hombre ligado a la
cultura Salvador Irriago.
Lo que se cuestiona es
la existencia de partidas manejadas a la discreción de funcionarios y que se
emplean en gastos imprevistos como el humanitario costeo de la agonía de los
artistas infectados de sida y en otros menesteres no tan claros; de estos
fondos, dice la conseja, provendría la buena pro periodística. Así, mientras
Juan Nuño liquida la diatriba en torno a la gestión de Abreu argumentando que,
sencillamente, lo odian por inteligente y eficiente, valores que la envidia no
perdona, un colega del área cultural zanja el asunto, muy distinto: “Si se
parte del supuesto de que lo único que globaliza el concepto tan amplio que
ahora se tiene de la palabra cultura es la crítica, estando ésta amordazada, se
puede concluir entonces que durante Abreu no hubo cultura, sino un fastuoso y
autoaplaudido espectáculo.
Este artículo es una pálida muestra de lo que ha sucedido en Venezuela con la música y la cultura. Estos hechos esconden muchas más cosas atroces, que el tiempo se ocupará de destapar. Quizás ya muy tarde para recuperar el gran número de talentos de la música. Pasará a la historia como un período oscurantista en que un país no pudo beneficiarse del talento de singulares ciudadanos ya desaparecidos por sufrir el veto de una corporación explotadora, como fiel signo de lo que ocurre en el resto de un mundo en crisis.
ResponderEliminarEduardo Jiménez.
Cierto este primer comentario, MUY CIERTO!
ResponderEliminarDecepcionante, totalmente decepcionante y triste. Pero no me cae de sorpresa lo que en éste artículo se describe, muchas cosas he escuchado a lo largo de la historia musical de Venezuela y de éste personaje
ResponderEliminar“Si se parte del supuesto de que lo único que globaliza el concepto tan amplio que ahora se tiene de la palabra cultura es la crítica, estando ésta amordazada, se puede concluir entonces que durante Abreu no hubo cultura, sino un fastuoso y autoaplaudido espectáculo.
ResponderEliminarMe quedo con el cierre del reportaje...lo dice todo. ya cada quien sabra que pensar y que no. Es una trabajo que invita simplemente a cuestionarse las cosas y no dar todo por bueno solo porque lo dicen en la TV o la prensa.
Es lo que se vive igual con esta revolución autoaplaudida y que no soporta la critica...
EXCELENTE INICIATIVA.
ResponderEliminarNunca estuve involucrada en el mundo cultural, pero entiendo que mucho de lo que se dice allí, está vinculado a esta forma poco transparente y realmente democrática de manejar el país en cualquiera de sus ámbitos.Estos personajes (políticos y artistas jugando a políticos)que han disfrutado el poder durante tantos años, han sido la alfombra de lo que hoy tenemos.
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